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Vosotros sed generosos y sentid la alegría y la fortaleza de las familias numerosas. A los matrimonios que no quieren tener hijos, los avergüenzo: ¡si no queréis tener hijos, sed continentes! Pienso, y lo digo sinceramente, que no es cristiano recomendar que los cónyuges se abstengan en épocas en las que la naturaleza ha dado a la mujer la capacidad de procrear[16].

En algún caso concreto, siempre de acuerdo el médico y el sacerdote, podrá y deberá incluso permitirse. Pero no se puede recomendar como regla general. Os he dicho, con palabras muy fuertes[17], que seríamos muchos los que iríamos a escupir a la tumba de nuestros padres, si supiésemos que habíamos venido al mundo contra su voluntad, que no habíamos sido fruto de su amor limpio. Gracias a Dios, generalmente hemos de agradecer al Señor el haber nacido en una familia cristiana, a la que –en gran parte– debemos nuestra vocación.

Recuerdo que un hijo mío, que trabajaba en un país en el que estaban muy extendidas las teorías sobre la limitación de los nacimientos, respondió –bromeando– a una persona que le preguntaba sobre este tema: así, dentro de poco tiempo, no habrá en el mundo más que negros y católicos[18]. Pero esto no lo comprenden los católicos de naciones donde son minoría, porque no profundizan en esa realidad –que tiene hondo fundamento teológico– de que el matrimonio cristiano es el medio que el Señor ha dispuesto, en su providencia ordinaria, para hacer crecer al Pueblo de Dios.

En cambio, los enemigos de Cristo –más sagaces– parecen tener más sentido común y así, en países de régimen comunista, se reconoce cada vez más importancia a las leyes de la vida y a las energías creadoras del hombre, que insertan, como factores determinantes, en sus planes ideológicos y políticos.

Notas
[16]

«no es cristiano recomendar»: san Josemaría está proponiendo un ideal muy alto de vocación matrimonial, una llamada a la santidad, en medio del clima cada vez más permisivo, que se estaba difundiendo en la sociedad occidental de los años sesenta. No quiere que se entienda la continencia periódica como un método anticonceptivo “católico”, que se podría aplicar sin tener en cuenta los aspectos médicos, humanos y espirituales que tal opción comporta para cada persona. En el siguiente párrafo dirá que, en casos concretos, «podrá y deberá incluso permitirse», pero recomendará aconsejarse con el médico y con el sacerdote. Desea ayudar a quienes desean vivir cristiana y santamente su matrimonio y, al mismo tiempo, necesitan distanciar los nacimientos. En general, sus palabras siguen la orientación pastoral y la praxis moral católica vigentes entre 1959 y 1966, fechas en las que la Carta está datada y en que se imprimió, como puede verse en algunas obras de teología moral de esos años, que se encontraban en la biblioteca personal de san Josemaría. Esta doctrina fue precisada y perfeccionada después por la encíclica Humanae vitae (1968), de san Pablo VI. La Humanae vitae alude a los «serios motivos» que deben concurrir para emplear los métodos naturales, si se quieren distanciar los nacimientos (cfr. n. 16). Al mismo tiempo, explica que esos métodos no se pueden desligar de la “paternidad responsable” y de la virtud de la castidad. En el periodo en que salió esta Carta de san Josemaría, existía un debate teológico sobre la cuestión y el mismo Magisterio estaba todavía precisando su postura, en la línea ya indicada en 1965 por la Gaudium et spes (nn. 50-51) del Concilio Vaticano II. El actual Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2369-2370 recoge la formulación de la Humanae vitae, enriquecida por el Magisterio de san Juan Pablo II. (N. del E.)

[17]

«con palabras muy fuertes»: recordemos que san Josemaría estaba escribiendo para quienes conocían bien su modo de hablar, franco y sin tapujos. Al mismo tiempo, con alguna frecuencia, en su predicación y escritos usa la hipérbole, para subrayar una enseñanza, como cuando dice que creería a sus hijos más que a mil notarios unánimes (cfr. En diálogo con el Señor, op. cit., p. 282), o que preferiría, antes que murmurar, cortarse la lengua con los dientes y escupirla lejos (citado por Javier Echevarría, homilía, 20 de junio de 2006, en «Romana» 42 [2006], p. 84) y tantos otros ejemplos, de gran efectividad expresiva. Son modos de decir hiperbólicos, que evidentemente no pretendía que se tomaran a la letra. Quien estuviera familiarizado con el amor de Escrivá por sus padres y conociera su capacidad de perdonar y su comprensión con las debilidades humanas, que resulta patente en sus escritos, comenzando por esta Carta, podría deducir que jamás cumpliría lo que aquí dice. Pero quiere usar «palabras muy fuertes» para sensibilizar a sus lectores con el drama que viven quienes descubren ser hijos no deseados. Un grave problema, existencial y psicológico, que se abate especialmente sobre nuestra sociedad, tras la enorme difusión de los métodos anticonceptivos y prácticas abortivas, a partir de la llamada revolución sexual, que estaba ya a las puertas cuando san Josemaría escribió estas palabras. Desea dejar claro que el modelo de santidad que propone para las personas casadas incluye un «amor limpio» entre los cónyuges y un gran amor por los hijos, sin miedo a la prole que Dios quiera enviar, salvo por graves motivos. (N. del E.)

[18]

«no habrá en el mundo más que negros y católicos»: frase que ha de entenderse en el contexto histórico de la reivindicación de los derechos civiles en los Estados Unidos, de los años 50 y 60 del siglo XX, cuando la Carta fue escrita. Esos años coincidieron con la difusión de las medidas de control de la natalidad en Norteamérica, que para los activistas afroamericanos escondían un propósito racista. Los católicos también se opusieron a tales medidas, aunque por motivos morales. La irónica frase de un miembro de la Obra, que cita Escrivá, se quiere burlar de los prejuicios racistas y antipapistas de algunos sectores de la población, que deploraban la mayor natalidad de afroamericanos y católicos. San Josemaría aprovecha la ocasión para poner en ridículo al racismo –por reducción al absurdo– mostrando su insensatez y la de toda discriminación por motivos raciales o religiosos.

A mediados de los años 60’, en América era normal referirse a los afroamericanos como “negro” (plural “negroes”). El mismo Martin Luther King Jr., Malcom X y otros activistas anti racistas lo empleaban con naturalidad, lo mismo que la opinión pública en general, como puede comprobarse en el libro de Robert Penn Warren, Who Speaks for the Negro?, New York, Random House, 1965, contemporáneo a la Carta, donde se recogen entrevistas a los principales líderes del movimiento por los derechos civiles.

En 1972, un afroamericano preguntó a Escrivá cómo mejorar en el apostolado con los de su raza (el muchacho dijo textualmente “apostolado con los negros”, vocablo que en castellano no tenía la acepción peyorativa que ahora posee, especialmente en otras lenguas). San Josemaría respondió: «Mira, hijo mío, delante de Dios no hay negros ni blancos: todos somos iguales, ¡todos iguales! Te quiero con toda mi alma, como quiero a éste y a aquel, y a todos. ¡Hay que superar la barrera de las razas, porque no hay barrera!: todos somos del mismo color: el color de los hijos de Dios», notas de una reunión, 3 de abril de 1972, en Crónica (1972), vol. 5, pp. 106-107. (N. del E.)

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